Entrega del Primer premio a Mª Adela Muñoz Lorenzo |
MI MARIANO
Él le había dicho: “¡Vente conmigo!; a mi lado vas a vivir como
una reina”. Dolores no sabía cómo vivía una reina, pero… “desde
ese día no me faltó ni leche de hormiga”, solía decir orgullosa. Se la
llevó una madrugada justo antes de que el día le robara los secretos a la
noche. Compró una casa donde terminaba el Barranco de Las Monjas y empezaba la
Calle Burgos. Una casa vieja, que él arregló haciéndola confortable como el
abrazo de un amigo. Y aunque solo contaba con un dormitorio y otra pieza que
hacía de cocina y comedor, a ella le parecía un palacio, tal era la miseria y
la pobreza que se vivía en la posguerra. Allí fueron muy felices.
Ella lo recordaba con
cariño y extrema ternura: “Mi marido, me contaba, era tratante de ganado y se ganaba bien la vida. Era un hombre alto,
de complexión atlética; tenía el pelo negro,
los ojos azules y poblado bigote;
siempre se adornaba la cabeza con un sombrero que caía con desgana sobre el perfil derecho de su cara y yo, ¡lo quería tanto..!
Pasaba el tiempo, los
hijos no llegaban y a Dolores le sobraba
día. Gastaba el tiempo en cuidar de la casa y
que la comida estuviera siempre a punto.
Pero él empezó a ausentarse demasiado y
las ausencias duraban varios días. Los tratos se hacían en las tabernas y
cuando se cerraba uno, después de sellarlo con un apretón de manos, se invitaba
a los “tocaores” y era entonces cuando el tiempo se paraba y la juerga podía
durar varios días. “Yo no me callaba- me decía. Cuando
volvía, después de dos o tres días, siempre
lo esperaba despierta, dispuesta a montarle la gresca más grande que pudiera recordar. Y él, siempre me hacia
la misma faena: Dejaba que peleara y
cuando me quedaba sin argumentos,
entonces me colmaba de regalos y de
perdones y yo caía rendida en sus
brazos. Como aquel día que me compró unos zapatos rojos. Yo nunca había
tenido unos zapatos rojos, y él me
sorprendió con la cara pegada a los cristales de la zapatería El Barato, desde
donde me miraban, orgullosos, unos
zapatos rojos que yo no podía calzar. Y
llegó, ufano, con la caja bajo el brazo y me dijo: “Póntelos que vamos a salir”. Y yo me
moría de vergüenza, porque aquellos
zapatos no eran para la gente de mi clase.
También
hubo algunas veces que el alcohol dictó
su ley, y esas veces, sí, yo enfilaba el
callejón de los Guajareños hacia arriba buscando La Posta, y desde allí,
carretera de Granada adelante, no paraba hasta llegar a Vélez de Benaudalla, a la casa de mis padres, donde
buscaba refugio.”
¡Cuántas veces me
habría contado Dolores esta historia, la historia de su vida! ¡Cientos de veces!,
pero no por repetida perdía interés, y siempre la escuchaba como si fuera la
primera vez.
“Mi
Mariano siempre iba a buscarme. El
camino que yo hacía de día, él lo andaba de noche, como un ladrón que teme que
lo descubran. Con la impunidad que da la noche, esperaba que llegara el día agazapado
en el porche de casa de mis padres. Y cuando
el pueblo empezaba a recobrar la vida perdida durante las horas del sueño, antes de que el barrio comenzara a despertarse,
me pedía que volviera y yo, una vez más, volvía.
Cuando me lo mataron, me decía
llorando, yo no había trabajado nunca.
Me vine con él con 16 años, y cuando lo
arrancaron de mi vida, tenía 26 y me quedé sola.”
Me relataba el momento
en la morgue en que tuvo que reconocer su cadáver. Su llanto, sus
porqués de aquella muerte tan inútil
como cruel. ¿Por qué lo detuvieron si sólo estaba cantando en mitad de la noche?
Lo llevaron al calabozo por alterar el orden público, según ponía en los
papeles que le dieron aquella mañana
negra. Lo metieron con un loco que habían detenido por la mañana y que se había
escapado del manicomio, pero al que se habían olvidado de registrar y guardaba la navaja con la que había herido a
su madre. Sólo tuvo que esperar a que se
durmiera para cometer aquel horrible
crimen y truncar para siempre sus vidas.
La dejaron a solas con él: le puso la boca en su sitio, la boca que aquel loco le había desfigurado; le lavó las heridas, le peinó el pelo tan negro, que dolía como un
luto, y lloró sabiendo que ese rizo indomable que caía sobre su frente y que ella
no lograba sujetar, ya nunca tendría el
color de la nieve. Vistió aquel hermoso
cuerpo con el mejor traje que tenía y después, ella se vistió de luto para
siempre. Más tarde, cuando el dolor dio paso al hambre, se dejó ayudar. Tenía
buenas vecinas, mujeres que trabajaban en el campo de sol a sol, y pronto
aprendió de ellas. Primero, recogiendo papas. ¡Cuántas veces me contaba Dolores
que sin que el capataz las viera, la ayudaban a terminar su
“camá!: “Yo no sabía y me quedaba atrás”.
Luego, en la monda, aprendió a vendarse
los brazos y las piernas para que las hojas de las cañas que cortaban como
cuchillos no la hirieran. Antes de que
el sol despuntara por el este se podía ver las cuadrillas de mujeres que
bajaban como ramblas buscando la vega; cada una con su hatillo portando las
viandas, que solían ser pocas: un mendrugo de pan y un poco de tocino. Muchas,
también llevaban a sus hijos de la mano. Otras, a punto de parir, rogaban al
cielo que se les atrasara hasta acabar la semana. Si el cielo no las escuchaba,
volvían de la vega al caer la noche con lo recién nacidos en brazos, envueltos
en el delantal. A ella le hubiera gustado ser una de aquellas mujeres que
volvían con su niño en brazos, pero la providencia, o quien fuera, había
dispuesto su vida de otra manera... Sola.
Dolores ya era una de ellas, una de
esas mujeres que, como ramblas, buscaban la vega y el sustento de cada día y a
dentelladas, cambiaban la risa por llanto; el hambre, por nada. Muchos días,
después de terminar una dura jornada de trabajo, de vuelta por la Calle de las
Cañas detrás de los acarretos, sabiendo que no la esperaba nadie, ralentizaba
el paso y deseaba que el camino de
vuelta nunca terminara. Luego, sentada en la puerta de su casa, me hablaba
y se envolvía del aroma a melaza que los Ingenios escupían
al cielo de Motril. Y me volvía a contar la historia de su vida, y yo la volvía
a escuchar como si fuera la primera vez, y me contaba cuánto lo quería y
cogiéndose los pechos, les reprochaba que nunca hubieran dado leche y se
golpeaba el vientre, ese vientre estéril que ella decía odiar porque no le
había dado un hijo.
Mª Adela Muñoz Lorenzo